Este es un testimonio desde su futuro, para que aproveche y se enferme antes de que los decretos de la emergencia social comiencen a relucir. Sólo soy yo apunto de morir, contándole mi historia -lo que le espera-, sin mucha elegancia, pero así es la realidad.
¿Mi nombre? Nada importa en esta sociedad. ¿El número de mi cédula de ciudadanía? Es poco relevante para usted que lee esto. ¿Qué padezco? La muerte que se avecina al ritmo insuficiente que palpita mi corazón. ¿En qué se transporta la muerte hacia mi vida? En el sistema de salud que vivimos en el 2012.
¡Sí! Tal y como lo leyó: año 2012, es más, le comento que ya casi es navidad, y no, el mundo no se acabó el día que las películas y los mitos decían. Debo confesar que para mí, habría sido mejor que el planeta falleciera como yo ya casi lo hago: así no tendría que maldecir tantas veces la forma en que el gobierno trastornó la salud, de un derecho vital del ser humano a un negocio sucio.
Sufrí de una patología que se desarrolla en el músculo cardiaco, a la cual un computador que reemplazó los médicos en Colombia la denomina miocardiopatia. Es una causa de la insuficiencia que tiene mi corazón desde hace algún tiempo. El mismo dispositivo electrónico que diagnostica a las personas enfermas, me dijo que era inminente un trasplante del tan importante órgano. Pero antes de decirme si existía algún otro corazón disponible para mí, me comunicó el valor del trasplante.
La cuantiosa suma a la que se refería el ‘aparatejo’ ese, era exorbitante. Al menos tuve la satisfacción de cuán valiosa era mi vida. Lo malo es que tal cantidad de dinero no es soportada por mi Plan Obligatorio de Salud, que más bien debería llamarse ‘Plan para Atención de Gripas’, y eso, porque ni la ‘porcina’ la cubre. Al principio, consideré no hacer nada y dejar que mi corazón falleciera lentamente.
Treinta y un años ahorrando en mis pensiones y cesantías, gracias a mi trabajo de maestro en un colegio público, no fueron suficientes para pagar el procedimiento que salvaría mi vida. Así que tuve que vender el carro –que no costaba mayor cosa porque estaba más enfermo que yo- y la casa, en la que vivía con mi esposa e hija. Ellas se fueron a vivir a una ciudad lejana, con la abuela materna de la niña: no tenían mejor opción.
En cuanto pude demostrar cómo pagar el dinero, comenzaron a buscarme corazón. La espera fue larga. No hay muchos de esos por ahí sin nadie que los utilice. Me volvía loco al lado del teléfono esperando la llamada que le abriera camino a mis esperanzas: un día se me ocurrió llamar algún militar, y decirle que si es tan amable de quitarle un corazón al próximo ‘falso positivo’ que vea por ahí ‘pagando’, pero me dio miedo hacerlo porque qué tal que me desaparezcan más bien a mí, viendo el estado deprimente de salud en el que me encuentro; mejor dicho, viendo que ya no sirvo sino para ser trofeo de algunos haciéndome pasar por guerrillero. ¡Claro! La guerrilla existe todavía. O al menos eso es lo que nos hace creer Uribe –que también le boto ese dato, lo reeligieron. ¿Quiénes? No se sabe, de pronto él mismo-, mientras se hace rico con el negocio de la guerra.
¡Riiiing, Riiing! Sonó el teléfono una tarde. “Señor, para notificarle que tenemos disponible un repuesto, perdón un corazón, y usted puede aprovecharlo”. La felicidad fue inmensa y aunque quería gritar y saltar, no lo hice siendo consciente de que era muy posible que provocara un ‘corte de energía’ en mi organismo.
Me hicieron el trasplante y no me quejo porque fue en el único momento que vi un verdadero médico. Lo hizo con amor y cuando abrí los ojos ya se había ido –lo mismo me sucedía con las mujeres, que raro-. Cuando pude pararme de nuevo y sentir el olor de los jardines de la clínica –los hospitales se convirtieron en clínicas también-, la felicidad me sobrecogía. Quería volver a experimentar todo lo que en mi vida pasé por alto, quería sentirme vivo.
La ilusión de comenzar a disfrutar mi nuevo corazón conociendo por completo la complejidad de todo lo maravilloso que nos rodea, se fue al piso cuando alguien, que aunque tuviera bata no parecía médico, me dijo que para mantener el trasplante necesito de unas medicinas: ciclosporina y corticosteroides, entre otras –no se empeñe en aprenderse los nombres, porque yo no los podía olvidar cuando me di cuenta el precio de cada una-. ¿De dónde sacaré tanta plata?, ¡ya lo vendí todo! ¿Por qué no me dijeron desde un principio? De pronto hacía cuentas y decidía que era mejor dejarle la casita y el carro a mi familia, en vez de dársela a las malas políticas que sólo buscan el porvenir de algunos pocos. O acaso, ¿Me reciben un riñón y hacemos trueque?
Esteban Alvarán Marín
Periodista LA LUPA
lalupaopinion@gmail.com
Agradezco a Lina Trujillo por su útil información.
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Me pareció buena la idea de "Una queja a futuro", pero me parece un poco fuerte el tratamiento del tema. Ahora, el asunto de los "falsos positivos" no debe prestarse para frases del estilo "me hace el favor de quitarle el corazón al próximo falso positivo que vea por ahí pagando".
ResponderEliminarAnónimo, gracias por su comentario. El objetivo con esta columna ha sido ver a forma de sátira la triste realidad colombiana. El tema de los 'falsos positivos' es algo que la sociedad no puede tomar a la ligera, al contrario, es un tema que se debe tomar con toda la fuerza posible para generar consciencia de lo que nuestro 'descarado' gobierno es responsable y protagonista. Demás no está aclarar que en ningún momento pretendo deteriorar la dignidad de las familias afectadas: sólo se desea generar una reflexión, que resulte en un positivo cambio.
ResponderEliminarque buena columna esteban. me gustaría leer más tuyas. estaré pendiente de las ediciones.
ResponderEliminarAnónimo, muchas gracias. Todas las semanas encontrará gran contenido en el semanario.
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