A la entrada del consultorio una joven alta y delgada recibía a la gente. Mientras limaba sus uñas, alzó la cara y me preguntó: “¿Consulta?” Asentí lentamente con la cabeza y me senté. Como si se tratara de cualquier cita médica, los datos del “paciente” son necesarios: nombre completo, edad, teléfono etc. Inmediatamente después, ella hizo una llamada y lo único que dijo fue: “El Maestro tiene una consulta”, y colgó.
El consultorio de esoterismo brasilero de Chapinero queda en la carrera 13 con calle 59. Caminando desde la trece en busca del chaman, se alcanzaba a ver la séptima con el fragor del tráfico de la hora pico, mientras las montañas oscurecían despidiendo al sol. Don Ernesto, el volantero por el que me enteré del Maestro, me condujo al lugar. El edificio, que cuenta con cinco pisos y una fachada enladrillada, se perdía entre otros aún más altos que él. “El Maestro sabe mucho- me contó don Ernesto-. Él se da cuenta cuando la gente le miente y todo. Muchas personas quedan felices con sus trabajos”.
La recepción era cómoda; tenía dos sillones azules en los que las personas esperaban la llegada del Maestro. En un rincón había un Buda de madera con varias monedas en su panza; sus ojos tallados me advirtieron lo tenebroso que iba a ser la consulta pero no les presté atención. Las paredes estaban adornadas con un afiche del Papa Juan Pablo II y un cuadro de las pirámides de Egipto. En el techo colgaba un tradicional atrapasueños, una especie de talismán. Consiste en un aro de madera relleno de cuerdas a manera de telarañas de las cuales cuelgan, por lo general, varias plumas. Para los Ojibwa, un pueblo nativo norteamericano, los atrapasueños filtraban los buenos sueños y alejan las malas energías.
La espera era cada vez más insoportable. Pensé dejar el lugar, pero justo cuando lo iba a hacer, entró el Maestro. Contrario a lo que me imaginaba, estaba vestido con un traje formal. Nada de túnicas o turbantes; nada de barba o gafas hippy. Siguió derecho a la habitación sin saludar. La secretaria, más pérdida que yo porque era su primer día de trabajo, hizo una mueca y me dio a entender que él era quien yo buscaba. Pero antes de hacerme seguir, como era de esperarse, cobró los 10 mil pesos de la consulta.
El pasillo que conducía al cuarto del Maestro era de aspecto lúgubre. Al final se encontraban dos habitaciones: una con luz azul, separada del exterior por una cortina del mismo color con estrellas blancas que en su interior apenas si se alcanzaba a ver una mesa, unas cartas de tarot y una especie de tubo de ensayo gigante. Mientras que en la otra, que no lograba ver desde la recepción, la luz era de un tono verdoso similar a una selva- una selva que esperaba ansiosa para devorarme vivo-, contrastado con una lámpara de lava que destellaba visos rojos fluorescentes.
La habitación, que olía a incienso del que venden en las busetas, estaba casi en penumbra. Un mueble de madera era lo que primero se asomaba y contenía docenas de frascos opacos. En el centro reposaba una mesa de madera vieja que debajo de su vidrio albergaba varias estampillas de La Virgen y otros santos. A un costado de la mesa una mano en cerámica parecía saludarme. Era la mano de la quiromancia y, según esta ciencia, mirando la mano izquierda se puede ver lo que Dios nos ha dado a cada uno de nosotros y en la derecha lo que hacemos con ello. En el fondo del cuarto, separado por dos cortinas, descansaba colgado un Cristo rodeado de velas encendidas. Justo debajo de sus pies una serie de estatuillas lo custodiaban: eran representaciones en miniatura de José Gregorio Hernández, un médico venezolano que vivió a principios del siglo XX. Según la creencia popular, este médico podía curar enfermedades, incluso hacer operaciones tan sólo con sus manos, por lo que actualmente está en proceso de beatificación.
“¿Cómo se llama?”, me preguntó. Y fue la primera vez que tuve esa horrible sensación que aún se me viene a la cabeza cuando pienso en dicho encuentro. Una sensación de vulnerabilidad, de desamparo frente a ese desconocido hizo nicho en mí, sensación que incrementó cuando vi que escribía mi nombre en su agenda- la cual tenía muchos nombres de otros pacientes-. A pesar de que no creía absolutamente en nada de cosas por el estilo, frente a los oscuros ojos del Maestro me sentí como en una prueba de polígrafo; si bien quise decir un nombre que no era el mío, no pude. “A la gente que me miente y viene sin fe los pongo a orinar sangre- gruñó al ver mi cara nerviosa- así que es mejor que sea sincero”.
El Maestro, que practica ciencias esotéricas del Brasil, se llamaba Denilson Sousa. Lo que incrementó aún más mi desconfianza: cuando le pregunté por él a la secretaria, ella lo llamó Duván; además, de acento brasilero no tenía nada. Sin embargo, había algo en el chaman que no logré descifrar. Era un señor de aproximadamente 35 años, de estatura promedio y moreno; llevaba un peinado de medio lado, traje gris y corbata roja. Sus ojos eran un completo misterio- iguales a los del Buda de la entrada- que sumados a la persuasiva voz incrementaban mi temor. Todo esto era algo desconocido para mí, nunca en mi vida me sentí tan vulnerable ante alguien, un alguien que no me producía confianza pero que me obligaba a ser sincero con él.
Después de darle mi nombre me acercó una baraja de cartas. Las partí en tres mazos y él empezó a repartirlas por la mesa en forma de flecha. En total fueron 21, con dos cartas a cada lado de la flecha. “¿Usted por qué come en la cama?”, me preguntó. Lo miré silente. “No coma en la cama, la cama es para el descanso y cuando come en ella atrae las malas energías”. Me quedé callado porque tenía toda la razón. Y fue entonces que empecé a dudar de la veracidad de sus juicios; esa impactante voz que, a veces, cuando cierro los ojos aún siento escucharla, la seguridad con la que hablaba y su mirada siempre en mis ojos me producían más terror.
Baraja de cartas utilizadas en el esoterismo.
Fuente: tarot-esoterismo.jpg
No lo pude evitar. Empecé, como si estuviera en un interrogatorio, a contarle gran parte de mi vida. A pesar de no querer, todo lo que decía era verdad. Lo único que se pasaba por mi mente era esa frase: “A los que me mienten los pongo a orinar sangre”. Le hablé como el alumno al profesor. De mi estudio, mi familia, amor, dinero, todo. Y cuando me callaba, venía de nuevo a mi mente, “a los que me mienten los pongo a orinar sangre”.
Hablé más yo que él. Fueron los nervios; mi seguridad y mi sentido común- que siempre me había indicado que estas cosas eran falsas- me dejaron solo, solo frente ese señor que me producía tanto miedo. Como si estuviera desdoblado, vi mi cuerpo abandonado ante la figura del Maestro. Fue entonces cuando empezó, por fin, a hablar. Después de una serie de halagos hacia mí, me dijo que mi aura estaba algo intranquila porque alguien me tenía mucha envidia. No se si lo decía en serio o para que yo volviera, pero me advirtió que me tenía que hacer una limpieza de aura, incluso me dijo que si prefería no me la hiciera en ese lugar. Lo que empezó como una simple aventura se tornó en una de las experiencias más extrañas que haya tenido: jamás me había sentido tan indefenso ante alguna persona.
Mientras él miraba fijamente cada una de las cartas yo pensaba en la gente que acude a este tipo de ayudas, ¡en verdad tienen que estar desesperadas! De repente alzó la cabeza y sentí el frío que recorría mi espalda cada vez que me hablaba, como millones de punzadas en mis piernas temblorosas con cada palabra que él pronunciaba. A pesar de mi escepticismo frente a este tipo de practicas, lo que dijo el Maestro al final de leerme las cartas me inquietó bastante: “Es mejor que se reserve todo lo que aquí le he dicho. Así como existe el bien existe el mal, y si cuenta lo que le he dicho de su destino puede que cambie para mal. Lo que se habla aquí, aquí se queda”. Esa fue la estocada final. Por un momento vi cómo el castillo de mis creencias- que siempre creí era de mármol- se derrumbaba como uno de arena con la primera ola que lo roza.
Una vez que supe a cerca de mi porvenir no tuve idea de lo que debía hacer. No sabía si preguntar sobre algo más, pedirle más explicaciones o despedirme y dejar ese lugar. Opté, como era lógico, por la última. Al darle la mano, de nuevo, me sentí en su poder por un instante. Pero cuando di la vuelta y empecé a salir de la habitación supe que todo había terminado. Parecía que todo se desvaneciera con cada paso que daba pero, al mismo tiempo, un tenue soplo de viento refrescó mi cuerpo. Salí tan rápido que no tuve tiempo de despedirme de la secretaria. Empecé a caminar hacia ningún lado, sintiendo que estaba siendo observado por alguien. De nuevo la frase, “a los que me mienten los pongo a orinar sangre” ¡Orinar sangre! Pensaba una y otra vez en esa frase. Aún no entiendo exactamente que paso ese día. Lo único que sé es que, motivado por alguna razón que no determino todavía, no he sido capaz de contarle a nadie lo que el Maestro dijo sobre mi futuro.
Luis Gabriel Ángel
Periodista LA LUPA
lalupaopinion@gmail.com
Hola
ResponderEliminarsera que aun existe este lugar
Si, pero por la k 17 con sesenta y algo, se llama centro esotérico. Estoy inquieta porque hoy fui y lo que me causo curiosidad, es que fue preciso en 2 cosas. Estoy buscando mas informacion sobre el.
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