El primero de julio se cumplen cincuenta años de la muerte de Louis Ferdinand Céline. Es decir, de quién fuera la pluma más sobresaliente –junto con la de Marcel Proust– de la literatura francesa del siglo XX. Pero se cumplen sin celebración alguna, pues el gobierno francés, a través de un pronunciamiento oficial, ha decidió no homenajear la memoria del escritor por considerarlo un “cabronazo” antisemita –también palabras oficiales–, de esos que es mejor no desenterrar jamás y condenar al olvido.
Los que se cuestionan acerca de cuán antisemita fue o no fue
Louis Ferdinand Céline, quizás no conciban las justas dimensiones de su legado:
este autor encarna la viva voz de un inconformismo sagrado, el mismo que le
ayudó a purgarse de las aflicciones de su tiempo. Sus
líneas hablan del auge de unos países donde sus habitantes parecen pudrirse y
devorarse. Muestran un siglo de capitalismos, liberalismos, comunismos, fascismos, industrialización y nacionalismos.
Un siglo de guerras y de promesas de asfalto que él mismo calificó como
frívolo y corrosivo, como un
tiempo que lo empujó a revelarse, pues en el fondo, el anarquismo de Céline
fue, junto con su pluma, la armadura que
lo revistió de coraje para describir los horrores del desarrollo occidental. Ese
fue su verdadero crimen. Su crítica al colonialismo fue mordaz, su precedente literario como testigo de lo
que significó sudar paludismos y curar la demencia en los manicomios del mundo,
uno de los axiomas más cruentos de la “sociedad moderna”.
A través de sus relatos, Céline desenmascaró la decadente
cotidianidad del Homo
Economicus, ese concepto para designar al hombre enajenado de las fabricas
y el mercado, lleno de miedos,
aberraciones y demencias. Pero el
autor fue aun más lejos en su viaje, y
de paso desentrañó la sinrazón de un
proyecto llamado Desarrollo Occidental, de un proyecto llamado Democracia o
Liberalismo, y fue por esta denuncia a
gritos, que ya ocupa su lugar en el club de los políticamente incorrectos del cual son
miembros honorarios Flaubert, Baudelaire, Artaud, y muchos más de los mejores.
En últimas, sus textos quedan, bailan por sí solos
transmitiendo profundidad y vigencia: Lola
se daba cuenta de la huida de los años a través de las modas/ en tanto el
militar no mata, es un niño. Se le divierte fácilmente/ un loco no es más que las ideas corrientes
de un hombre, pero bien encerradas en la cabeza. Todas estas palabras, malditas de por sí, que escandalizan nuestro culto a la razón, que hieren nuestra extraña fe en un progreso pueril, y que dejan a los gobiernos de una sola pieza, hacen
que muchas de las demás palabras simplemente sobren.
Andrés Pardo Quintero
Columnista invitado LA LUPA
andresfelipepq@hotmail.com
Imagen tomada de: librodearena.com
Podran censurar las conmemoraciones de su muerte, pero no lograran callar palabras serias, que advertian y criticaban lo inevitable.
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